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EDITORIAL. Si no quiere ver visiones, no salga de noche

SRI-8

26 de julio. El presidente de la República, Andrés Manuel López Obrador, sigue sin entender que vivimos en un país democrático, y lo que eso implica.

Su larga trayectoria política, su experiencia como jefe de gobierno del entonces Distrito Federal y sus casi ocho meses como jefe de la Nación no le han resultado suficientes para entender que en una democracia hay muchas maneras diferentes de pensar, algunas de ellas contrapuestas, y que todos tienen el derecho de expresar con entera libertad la suya… incluyendo los medios de comunicación.

En un sistema democrático, los gobernantes tienen la responsabilidad de respetar y la obligación de garantizar que todos los ciudadanos puedan expresar sin cortapisas su manera de pensar, aunque ésta choque con la del mandatario. No por trillada, la frase atribuida al escritor y filósofo francés Voltaire deja de ser vigente y válida: “Estoy en desacuerdo con lo que dices, pero defenderé hasta la muerte tu derecho a decirlo”.

Ese debería de ser el principio fundamental, ante el papel de los medios de comunicación y de las expresiones del pensar y del sentir de los ciudadanos, de todo gobierno que se asuma como democrático lo contrario es rasgo distintivo de los gobiernos y de los gobernantes autoritarios y dictatoriales.

Desafortunadamente, en el México de hoy se han vuelto cotidianos -tan cotidianos como sus conferencias mañaneras- la incomodidad y el enojo del presidente de la República, que anteceden a la descalificación, a la satanización y al linchamiento mediático de quienes disienten de “su” verdad.

Esta semana no fue la excepción: en su conferencia mañanera el presidente se enfrascó en una discusión con el reportero Arturo Rodríguez, de la revista Proceso, sobre el papel de la prensa y los proyectos políticos; incluyendo el nombre del semanario y el de su fallecido director Julio Scherer García. El intercambio de palabras se convirtió durante varias horas en trending topic la tarde de este lunes.

En la mencionada conferencia, el presidente dijo al periodista que la revista Proceso “No se había portado bien con su gobierno”, a lo que el comunicador respondió que el papel de los medios de comunicación no era “portarse bien con alguien”.

Luego, mostrando un total desconocimiento de los géneros periodísticos y de las características de los mismos, el mandatario aseguró que “los buenos periodistas de la historia” como Francisco Zarco y los hermanos Flores Magón, “siempre han apostado a las transformaciones”; y fue más lejos aún, al asegurar que “los periodistas mejores que ha habido en la historia de México, los de la República restaurada, todos, tomaron partido”.

Lo malo no es que el presidente pretenda dar clases de periodismo a los periodistas, como lo ha hecho en otras ocasiones: lo verdaderamente grave es que insista en su maniqueísta actitud de dividir al país en “buenos” y “malos”.

Para el presidente, los buenos son quienes le apoyan, quienes están de acuerdo con él, quienes le alaban, quienes festejan sus ocurrencias y sus frases coloquiales; los malos son todos los demás, los que ejercen el derecho a pensar diferente, a expresar una idea distinta y a señalar los errores de su gobierno. A éstos últimos de inmediato los coloca en el lado de la prensa “fifí” y “chayotera”, y de la “mafia del poder”. Su máxima es “quien no está conmigo, está contra mí”.

Para justificar su actitud, el presidente ha apelado al derecho a la libertad de expresión que como cualquier ciudadano tiene, lo que podría parecer válido; sin embargo, no se da cuenta o no quiere darse cuenta de que el peso de sus palabras no es el mismo que el de las palabras de un ciudadano cualquiera: no es lo mismo que un “simple mortal” diga algo, a que lo diga el jefe de la Nación.

Hay personajes cuyas palabras ejercen una influencia sobre los ciudadanos, entre ellos los gobernantes, y los ministros de culto; por este motivo hay disposiciones legales que acotan su actuación en algunos temas y momentos. Si no existiera esa diferencia en las leyes de nuestro país, los funcionarios públicos y los ministros de culto podrían realizar proselitismo a favor de algún candidato o partido, apelando al mismo argumento utilizado por el presidente de la República: el derecho que tienen como ciudadanos a expresar sus preferencias políticas.

Es innegable que las palabras de un líder inducen, generan opiniones, actitudes y hasta acciones; y tratándose del máximo líder de este país, lo que dice tiene un peso en un sector muy importante de la sociedad, por lo que sus descalificaciones pueden resultar hasta peligrosas.

Cuando el presidente etiqueta, descalifica y sataniza a alguien, en este caso a un comunicador o a un medio de comunicación, lo pone en la mira, lo hace víctima de descalificaciones, satanizaciones y linchamientos mediáticos; y víctima potencial de alguno de sus seguidores que pueda pasar de las palabras a los hechos. Ojalá esto nunca suceda, pero el riesgo existe.

Y ojalá tampoco suceda que, de las descalificaciones, el presidente pase a los hechos y sucumba ante la tentación de coartar el ejercicio de la libertad de expresión, de acallar las voces de los comunicadores y los medios “incómodos”, utilizando todo el peso del aparato del Estado, como en su momento lo hicieron los gobiernos emanados del PRI y el PAN. Sería muy lamentable que la “cuarta transformación” se convirtiera en la “cuarta inquisición”.

El presidente debe bajarle tres rayitas a su intolerancia y recordar que, como personaje público que decidió ser, está expuesto en todo momento a la crítica, por lo que sus palabras y sus actos están sujetos en todo momento al escrutinio público, como lo estuvieron los de sus antecesores.

Y ya que tanto le gustan las frases coloquiales y los dichos populares, no le vendría mal recordar el que reza: “El que no quiera ver visiones, que no salga de noche”.

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